Con un documento firmado por los seis exintegrantes del último Secretariado, las extintas Farc reconocieron ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) su responsabilidad colectiva en el reclutamiento forzado de más de 18.000 niñas, niños y adolescentes durante el conflicto armado en Colombia. Un reconocimiento que, aunque necesario, llega tarde frente a la magnitud del daño causado y deja abiertos interrogantes sobre la verdadera voluntad de reparación.
La confesión, enmarcada en el Caso 07 del tribunal de paz, es un hito dentro del proceso de justicia transicional. Sin embargo, también es un recordatorio brutal de una de las páginas más oscuras de la guerra: la utilización sistemática de menores de edad como combatientes, informantes, cocineros o incluso víctimas de violencia sexual. Un crimen que dejó huellas imborrables en comunidades enteras y que fue negado durante años.
Los excomandantes Rodrigo Londoño, Julián Gallo, Pastor Alape, Milton de Jesús Toncel, Pablo Catatumbo y Jaime Alberto Parra no sólo admitieron la práctica, sino que también solicitaron a la JEP unificar los casos relacionados para avanzar hacia una resolución integral que garantice “coherencia judicial y seguridad jurídica”. En su comunicado, calificaron el reclutamiento como un acto “injustificable”, aunque lo contextualizaron en “una guerra prolongada marcada por el abandono estatal”. Ese tipo de justificaciones, si bien explican un contexto, no pueden ni deben atenuar la gravedad del crimen cometido.
La imputación hecha en noviembre de 2024 por la JEP incluyó cuatro patrones de criminalidad: reclutamiento de menores de 15 años, malos tratos y homicidios dentro de las filas guerrilleras, violencia sexual y reproductiva contra niñas reclutadas, y violencia basada en prejuicios contra personas LGBTIQ+. A pesar del reconocimiento colectivo, las víctimas siguen exigiendo algo que va mucho más allá de comunicados o actos simbólicos: verdad restauradora, justicia real y acciones concretas, como la búsqueda de más de 280 menores que fueron reclutados y están desaparecidos.
Más de 120 víctimas han participado hasta ahora en audiencias reservadas, muchas de ellas provenientes de departamentos históricamente golpeados como Caquetá, Meta y Antioquia. Sus testimonios dolorosos y valientes, contrastan con la frialdad de las cifras y con la tibieza que aún se percibe en algunos sectores del país para calificar estos hechos como lo que fueron: crímenes atroces contra la infancia.
La JEP deberá definir en los próximos meses si los comparecientes siguen en la ruta restaurativa, que contempla sanciones propias, o si el proceso avanza hacia una ruta adversarial, con penas de hasta 20 años de prisión. Las víctimas esperan y el país también, que la verdad no se convierta en una estrategia judicial, sino en un verdadero acto de reconocimiento y responsabilidad.
Porque detrás de cada número hay una historia rota. Y porque una infancia robada jamás puede repararse solo con palabras.
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