Hoy, 19 de agosto de 2025, se cumplen diez años desde que el gobierno de Nicolás Maduro ordenó el cierre de los pasos fronterizos con Colombia. En 2015, la medida se presentó como una respuesta “temporal” para frenar el contrabando y el crimen. Diez años después, la realidad ha demostrado que el cierre fue una muralla para los ciudadanos, pero un portón abierto para la ilegalidad.
La frontera cerrada desató una crisis migratoria y humanitaria sin precedentes: más de 1.500 colombianos fueron deportados, mientras que entre 20.000 y 23.000 personas fueron desplazadas. Las autoridades venezolanas incluso marcaron casas con «R» (revisada) o «D» (demoler), generando denuncias de maltratos, separación familiar, robos y saqueos en el proceso. Sin embargo, mientras el ciudadano común quedaba atrapado por sellos y retenes, las mafias de contrabando de gasolina, alimentos, drogas y mercancías encontraron caminos alternos, con una facilidad que contrastaba con las dificultades de los habitantes legales.
Durante años, los puentes Simón Bolívar, Francisco de Paula Santander y otros pasos oficiales estuvieron cerrados al paso peatonal y vehicular normal. Pero en las madrugadas y noches, la ilegalidad circulaba con fluidez. Combustible subsidiado salía de Venezuela, alimentos de contrabando entraban a su territorio, y el paso de cocaína y armas se hacía bajo la mirada o complicidad de algunas autoridades. La frontera cerrada fue, en realidad, un teatro, discursos oficiales contra el delito de día, negocios ilícitos de noche.
Hubo reaperturas parciales, corredores humanitarios y horarios controlados. Sin embargo, cada intento de normalización se vio interrumpido por episodios políticos: en 2019, el choque por la entrada de ayuda humanitaria; en 2020, el cierre por la pandemia; y en 2025, un nuevo bloqueo para blindar la posesión presidencial de Maduro. El cierre nunca fue total para quienes tenían poder o redes de corrupción; lo fue únicamente para quienes buscaban reencontrarse con familiares, estudiar o comerciar de manera legítima.
En julio de este año, Colombia y Venezuela firmaron un memorando para crear una “Zona de Paz, Unión y Desarrollo Binacional”. Sobre el papel, suena alentador, más cooperación económica, menos violencia y mayor integración. Pero las comunidades fronterizas tienen razones para desconfiar. ¿Será esta una verdadera herramienta para frenar el contrabando y fortalecer el comercio legal? ¿O será solo un nuevo marco para que la ilegalidad opere con otro nombre y otros permisos?
El cierre de la frontera en 2015 se justificó en nombre de la seguridad. Diez años después, la seguridad sigue siendo frágil, el contrabando más vivo que nunca, y la confianza bilateral apenas en reconstrucción. Lo que se cerró fue la vida cotidiana de los pueblos fronterizos; lo que se mantuvo abierto fue el corredor invisible de la ilegalidad.
Y aunque la Zona Binacional se presenta como una solución, su verdadero impacto no se medirá en discursos ni firmas de acuerdos, sino en la vida diaria de quien cruza a pie un puente que, durante una década, estuvo más disponible para la ilegalidad que para la legalidad.