El Domingo de Resurrección no borra la cruz, pero la transforma. Nos recuerda que el sufrimiento no tiene la última palabra, que incluso después de la noche más oscura, puede abrirse paso la luz. En Colombia, un país marcado por profundas heridas, este mensaje no puede ser más urgente ni más necesario.
Hemos atravesado crisis sociales, económicas, políticas y humanitarias. Nos hemos acostumbrado al lenguaje de la pérdida y de la desconfianza. Pero la resurrección no es olvido: es una apuesta por la transformación. No se trata de negar el dolor de nuestro pasado y nuestro presente, sino de atrevernos a imaginar un futuro diferente.
¿Qué valores necesitamos resucitar como sociedad? Tal vez la solidaridad, que se ha visto desplazada por el individualismo. Tal vez la confianza, que hoy parece un bien escaso. Tal vez la capacidad de escucharnos sin prejuicios, de construir desde las diferencias. Y sobre todo, la fe en que es posible una vida digna para todos y todas.
Resucitar como país no es resistir por inercia. Es elegir activamente vivir mejor. Significa construir pactos sociales nuevos, donde el diálogo pese más que la rabia, y la esperanza tenga más fuerza que el miedo. No es un milagro que llega de afuera: empieza en cada persona que decide actuar distinto, amar más, cuidar lo común.
Colombia necesita una resurrección profunda. No mágica, no repentina, pero sí real. Y esa transformación, como todo lo que vale la pena, solo es posible si la asumimos juntos. Porque una nación que sueña, que cree y que insiste, es una esperanza que resiste.